Walter Flandera, profesor de Ciencias del colegio adventista de Bogenhofen (Alemania), nos contó cómo su madre, una fiel adventista del séptimo día, sufría al ver cómo su hijo se distanciaba de la iglesia a medida que avanzaba en sus estudios universitarios. En Europa, entonces, las naciones y los hombres se estaban destruyendo unos a otras presas del frenesí y de la locura del fanatismo político. Para Walter, el Dios de amor de su madre o no existía o los había abandonado.
La angustia de la mujer fue todavía mayor el día que alistaron a Walter en el ejército y tuvo que marchar a la guerra. La pobre madre pensó que, tal vez, nunca más volvería a ver a su hijo. Le torturaba el temor de que la muerte pudiera sobrevenirle mientras dudaba de Dios y sin haber aceptado el sacrificio de Cristo como prenda de su salvación personal. No obstante, ella le había educado en los caminos de Dios y los principios bíblicos. Antes de que partiera le dio un ejemplar del Nuevo Testamento, y le dijo que oraría todos los días para que Dios le preservara la vida, lo abrazó entre sollozos y se despidió de él.
Los horrores de la guerra endurecieron el corazón de Walter y le hicieron sentir indignación y rebeldía contra el Dios providente que le había enseñado su madre. Nunca abrió aquel Nuevo Testamento que llevaba en la guerrera, tampoco oró como lo había hecho de niño y, habiendo visto morir a muchos de sus compañeros de milicia, no quiso admitir que su vida dependía de Dios, creyendo que, en cualquier momento, él podía ser también una víctima de guerra.
En 1944 las fuerzas militares rusas invadieron Alemania. La compañía de Walter Flandera fue tomada prisionera y llevada a un campo de concentración ruso. Era pleno invierno. Ahí pasaban hambre, frío y miedo. Un día, un oficial llegó al lugar donde estaba Walter y, dividiendo el grupo en dos, dijo: “Los de la derecha sereís fusilados mañana por la mañana y los de la izquierda por la tarde”. Flandera estaba en el grupo de la tarde. Aquella noche, nadie pudo dormir. Se escuchaban lloros, lamentos, súplicas de perdón, oraciones, blasfemias . . . Flandera guardaba silencio.
Por la mañana, el pelotón de fusilamiento estaba listo. Se colocó al primer grupo en hilera y un oficial les ordenó que corrieran por la explanada helada que había delante. Tan pronto como lo hicieron, empezó a sonar el tableteo de las ametralladoras que los fueron barriendo hasta no quedar ninguno con vida. ¡Horrible! Walter Flandera sintió una terrible angustia, se acordó de su madre, de la fe que ella le había inculcado; intentó orar, recordar algunos textos, sacó del bolsillo el Nuevo Testamento y buscó desesperadamente algún consuelo. ¡Nada! “Señor, escúchame! No me he acordado de ti. No te he sido fiel—dijo con voz entrecortada—, pero si me libras de la muerte te entregaré mi vida”. Y sin, poder terminar, comenzó a llorar desconsoladamente.
Unas horas más tarde, el mismo pelotón de fusilamiento volvió. La misma orden . . . Walter corrió con todas sus fuerzas. Detrás de él, escuchaba la respiración jadeante de alguien que corría tanto como él. Las balas silbaban por todas partes. De pronto, una bala alcanzó al hombre que corría tras él y, al caer, le tiró al suelo a él también; su cuerpo quedó debajo del moribundo. La sangre manaba a borbotones de la yugular seccionada derramándose por los cuerpos de ambos. Walter notaba cómo aquel fluido viscoso estaba cubriendo su cuerpo. Las ametralladoras cesaron. Cuando el oficial pasó cerca de ellos para darles el tiro de gracia, les dio una patada y continuó. ¡Walter Flandera estaba vivo debajo de aquel cadáver! Antes de que recogieran los cuerpos sin vida, Flandera huyó sin saber ni cómo ni dónde. Luego, cumplió con su promesa y, concluida la guerra, terminó sus estudios y dedicó toda su vida a la educación cristiana en el colegio adventista de Bogenhofen (Alemania).
Así redescubrió Flandera al Dios de su madre y de su niñez. Pero descubrió algo más precioso: que la sangre de Cristo derramada en la cruz nos redime.
Pero hay un Dios en los cielos, Carlos Puyol Buil, pg. 214 – 215
QUE HERMOSO. GRACIAS POR COMPARTIRLO.
Hermoso!! Solo hay un amor más grande que el de una madre y es el de nuestro Jehova de los Ejércitos Celestiales. Dios bendiga a todas las madres guerreras