Ciertamente, hay muchas cosas poderosas en el mundo pero después del poder de Dios, no hay nada como las rodillas de una madre en oración.
Mi querida madre no tuvo la oportunidad de cursar estudios en una universidad, sin embargo, gozaba de la sabiduría especial que Dios concede a las madres. Ella tenía una educación superior, aquella que viene de lo alto, de la constante relación con Dios. Todo lo que soy, todo lo que he logrado, lo debo a las oraciones de mi madre.
En esos años turbulentos de la adolescencia, cuando tenía que definir el futuro por delante, cuando se abría ante mí la encrucijada de diferentes caminos de horizontes opuestos, seguro estoy que la causa de mis correctas decisiones se debieron a que mi madre oraba por mí, y cuando no fueron correctas, me sostuvo orando por mí.
Tenía mi madre grandes ilusiones conmigo. Siendo su hijo primogénito, era su sueño que yo sirviera al Señor. No procedía yo de una familia de predicadores; la mía se componía de campesinos y artesanos. Verdaderamente, ella apuntaba alto, no porque fuese indigna su procedencia sino porque ella quería que yo fuera un siervo de Dios.
Cuando estudiaba en el seminario y venía a visitarla en mis vacaciones, solía el pastor de la iglesia invitarme a predicar. Nunca podré olvidar ver a mi madre sentada en la primera banca como mi más ferviente admiradora; me parecía verla como una niña a la cual estaba por entregársele una ansiado regalo. Esperaba ver el fruto de sus oraciones.
Hoy me remonto en alas del recuerdo al pasado. Han transcurrido más de cuarenta años cuando su muerte repentina y prematura la apartó de nuestro lado; tenía ella poco más de cincuenta años de edad. Recuerdo cuando siendo un muchacho, la luz encendida de su habitación me despertó. Eran las horas de la madrugada. En puntillas me dirigí a la puerta de su cuarto para encontrarme con la impresionante escena, digna de ser plasmada en el lienzo por el más exquisito pintor. Allí estaba el menudo cuerpo de mi madre arrodillada orando. Sentí que me estremecía de arriba abajo; yo sabía que estaba orando por mí. Con temor reverente regresé a mi cama temiendo que con mi imprudencia fuera yo a interrumpir el sagrado momento de su relación con Dios, pero llevando conmigo la profunda convicción del poder que se estaba derramando del cielo. Su oración tenía que ser contestada.
Mi amada madre fue condecorada por su noches de vigilia. Dos preciosas medallas fueron colocadas sobre sus rodillas. El piso de mi humilde casa no tenía las mullidas alfombras que otras lucían, así que sus rodillas estaban en contacto directo con el duro piso de cemento. El resultado fueron sus cayos, esas preciosas medallas por su sacrificio y devoción.
Confiando en las divinas promesas, sé que al regreso de Jesús, mi buena madre será levantada de su lecho frío de regreso a la vida, a la verdadera vida, la eterna. Ese día, ya no tendrá las simbólicas medallas en sus rodillas pero en cambio, el mismo Señor colocará en sus sienes la corona de la vida cuajada de estrellas, en representación de todos aquellos que han aceptado a Jesús por medio de mi ministerio. Al fin y al cabo, el crédito no lo merezco; ella será quien lo lleve.
Pastor Rolando de los Ríos,
Evangelista de la Asociación de la Florida