Para su sorpresa, Gabriela descubre el tatuaje que su hija Camila ha estado ocultando a saber por cuánto tiempo al entrar desprevenida a su habitación. Gabriela sencillamente no podía creer lo que sus ojos vieron y entró en un estado de “shock” y frustración. ¿Cómo es posible que su hija a la que ha educado e inculcado valores cristianos y morales haya accedido violar reglas que van en contra de la familia y ponen en riesgo su propio cuerpo? Fue el comienzo de un torbellino de preguntas sin respuestas y de un sin número de emociones sin control. A Gabriela no le quedaron más lágrimas por derramar, pensaba en sus adentros el qué pensará la familia y las demás personas. Pero eso no fue todo, a los pocos meses Camila decide hacerse otro tatuaje, pero esta vez en un área visible y muy difícil de ocultar.
Gabriela no deja escapar su descontento y es muy eficaz demostrándoselo a Camila la cual un día le pregunta, “¿Mamá, tú no me amarás porque tengo tatuajes? Me gustan los tatuajes”. Esa respuesta le cayó como agua fría sobre su cabeza. De algo muy consciente estaba Gabriela, a pesar de los tatuajes que su hija tenía, su amor por ella era muchísimo mayor que los tatuajes que tanto le desagradaban. Algo aprendió Gabriela que nosotras las madres debemos aprender, los hijos no son perfectos en cualquier momento nos pueden decepcionar y nos pueden herir muy profundamente, sobre todo al adoptar comportamientos y acciones que van en contra de principios establecidos. A Gabriela le falta un camino largo por recorrer. Indiscutiblemente sabemos que no es fácil ser madre hoy día. Y cuando hay diferencia de valores, la recuperación y las soluciones no son rápidas ni instantáneas. Requieren un factor llamado tiempo y una virtud llamada paciencia.
Toda madre quiere lo mejor para sus hijos, pero el hecho es que ellos elegirán lo que quieren ser y no lo que nosotras queremos que ellos sean. Ellos tienen todo su derecho de decidir y eso para nosotras es muy difícil aceptarlo. Creo firmemente que hay hijos e hijas pidiendo a gritos aceptación. Por experiencia puedo decirte que no fue hasta que decidí aceptar a mis hijos que no vi cambios significativos en nuestras relaciones. Me costó aprender que no tengo que sacrificar mis convicciones cristianas ni morales a fin de lograrlo. Aprendí que debo amarlos de forma incondicional, el único amor genuino y digno de llamarse así. Puedo decirles a mis hijos que los amo y abrazarlos aun no aprobando sus estilos de vida.
La aceptación consiste en actitudes y en comportamiento más que en palabras. Procura no juzgar, y comunica el hecho de que usted aprecia a sus hijos como personas de valor infinito, sin tener en cuenta su comportamiento. Es mejor que escuches a tus hijos y trates de comprenderlos a que respondas con enojo y resentimiento. Es mejor que sientas una preocupación abnegada por sus problemas y no que te hundas en la vergüenza. Es mejor que pidas ayuda, a sumirte en tu propia lástima. Es mejor resolver el problema y el conflicto a que te hundas en él. Es mejor aprender de nuestros errores a estar nadando en sentimientos de culpabilidad. Y es mejor que confíes en Dios a que te paralices de miedo. Supera el dolor con el amor incondicional en un ambiente de libertad. *
Las madres contamos con raudales de dosis de amor y comprensión. Decídete a cubrir a tus hijos con un manto genuino de aceptación y amarlos tal como son, a pesar de todo, a toda costa y punto. Responde a su comportamiento según el ejemplo de Jesús y recuerda que cualquier cambio en sus vidas depende del poder del Espíritu Santo, de los recursos de Dios, su intervención y dirección. Anímate, madre, todo es posible por medio de su poder.
Marilú Idalys Rodríguez
*adaptado
Esperanza para los Padres Decepcionados pg. 51, 67